lunes, 7 de noviembre de 2016

En mis venas


Nunca me ha gustado explotar. Ni decir las cosas a la cara.
Soy más de guardar emociones, de intentar acumular y poner buena cara. Bueno, en verdad no. Acumular acumulo mierda, pero la cara, de paso, aprovecho y la pongo mala. (Que sonreír me cansa)

Pero no me ha gustado explotar. Me doblo, me encojo por dentro. Me siento pequeño cuando sé que soy grande. Me dejo perilla. Sigo sintiéndome mierda y entonces me afeito. Voy a comprar ropa guay pero nada logra llenar el vacío que has dejado. Que he dejado. Que hemos dejado. Que han dejado.

Mejor, impersonal: que se ha dejado. En mí. En ti. En nosotros. Joder... en nada. Impersonal también, hala.

"La procesión va por dentro", decían. Y yo de pequeño no lo entendía. Ahora tampoco, la verdad, porque soy anti procesiones. Lo mío es más como una catarata, que sale de la boca del estómago y baja hasta los pies.

Retumbando. Descargando energía. Explotando. Sumido en galaxias autodestructivas.

Indecisión. Me vuelves loco, mujer.

Me tienes patas arriba.

El oasis acabó.

Llevadme de vuelta al desierto. A perseguir fantasías, a fiestas que nunca acababan, a rascacielos que me absorbían y me hacían salir insignificante. Pero reconfortado. Y sacadme de este poblado en que las casas se quedan pequeñas. En que las princesas no me miran. En que la miseria parece real. Pero no lo es. Pero sí en mi cabeza. Porque soy hipócrita. Como tantos otros.



Con un sí, un no,
y después digo no, pero siempre pienso sí. Aún cuando me vaya lejos.
Sí.
Gracias. Creo. Por lo bueno. Por la felicidad acumulada. Por hacer que la momia volviese a quitarse las vendas. Por sacar al faraón de su sarcófago. Aún con las marcas de los pinchos. Por todo el cuerpo. Andó hacia ti. Y luego se deslizó por la pirámide. Junto a ti. Mano a mano. Hasta llegar al final, a la arena del desierto que todo lo esfumó.


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