martes, 7 de octubre de 2014

Un lugar llamado Nantes

   Me imagino una playa desierta. No paradisíaca, simplemente desierta. Un lugar para pensar, para evadirse del mundo, para estar a solas con uno mismo.

Joel Meyerowitz, Cape Light
   Me imagino un pueblo pintoresco. Pequeñas, diminutas piedras trazan un sendero hacia la plaza mayor, donde se celebra el mercado dominical. Las casas de colores, construídas en madera, dan cobijo al recinto. De sus ventanas se asoman los lugareños a recibirnos.

   ¿A quienes? A mí. A mis pensamientos, acompañantes eternos y duraderos. Los lugareños no nos saludan (sólo nos miran). Leen a través de mi y directamente hacia ellos. Sienten el miedo. Saben que es la primera vez que deambulo solo y sin sentido por las calles del continente europeo. He llegado a Francia fruto de mis lecturas de la juventud (Albert Camús y su jodido existencialismo) y una música más ecléctica que otra cosa. Tras mi viaje por la Bretaña y la Normandía no sé donde acabaré. Sólo sé que quiero ver mundo, traspasar fronteras y superar retos, sin volver la vista atrás, sin deshacer mis pasos.

   Sin embargo, escalado del Mount Saint Michel todo se desvanece. Una inmensidad, una planicie eterna se extiende ante mi con todas las preguntas. ¿Qué quiero ser en la vida? ¿Qué quiero hacer de hoy en adelante? De repente, el miedo se apodera de mí. La inmensidad me hace pequeño y el paisaje, nostálgico. De repente, quiero volver a los bosques gallegos. De repente, me despierto. Me levanto de la cama y miro a la destrozada ciudad de Beirut. Otra bomba ha caído.

   ¿Cuándo aprenderá el mundo? ¿Cuándo aprenderé?